Como a tantos otros, a veces me asaltaba la tentación de imaginar el rostro que tendría Michael Jackson a los 70 años. Pero ya no es necesario. A Michael se le ha ido la vida a los 50 años, en cuestión de minutos. Me costó creer que una persona que había librado batallas contra el desgaste físico, que se negaba a crecer, a hacerse mayor, que se resguardaba de los rayos de sol, que vivía en un entorno aséptico, que dormía en una cámara de oxígeno, que se hacía importar agua de las mejores propiedades, en fin, que alguien que era el paradigma de la lucha contra la erosión del tiempo, muriese a los 50 años.
Pero por otro lado, no me extraña su muerte precipitada y prematura. Nada mata más que la infelicidad, los problemas, el desamor, la presión con su consiguiente depresión. Cuántas personas de impoluta vida sana mueren a mediana edad, y cuántas otras, tras años de excesos, mueren como ancianitos que pueden confesar lo que dijo el poeta, "decidle al mundo que he vivido". Michael Jackson, incluso en su muerte, ha sido un abanderado: un producto de la cirugía, la vida sana, la lucha antiaging, que sin saberlo se suicidaba por dentro con medicamentos, analgésicos, tristeza, gastos millonarios y soledad. ¿Cuánta gente hay y habrá así como consecuencia de la trepidante vida moderna? Ay.

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